La COVID ha venido a sumarse al inventario de virus con los que venimos conviviendo desde hace muchos años, a los que no se les presta ninguna atención y que creemos que nos resultan inocuos.

Como pasó en el 2008 cuando el pinchazo de la burbuja inmobiliaria nos devolvió a nuestra cruda realidad, nos hizo despertar de la ensoñación de que éramos ricos porque teníamos un montón de cosas, sin reparar en que también debíamos un montón de dinero para tener esas cosas, y que esas cosas no valían lo que a nosotros nos gustaría, la COVID nos descubre de nuevo, con toda su virulencia, nuestra realidad.

Porque desgraciadamente no queremos que nos cuenten malas noticias. Vivimos más cómodos instalados en una burbuja de autoengaño pensando que los problemas se solucionarán por sí solos o creyendo que siempre habrá alguien que acuda en nuestro rescate. Y además, que siempre existirá ese alguien y que su ayuda será desinteresada.

Nuestra economía tiene serios problemas. No por la COVID; sí durante y por lo que queda; sí tras el 2008 y también antes del 2008. Hoy, cuando aún no nos hemos recuperado de los efectos de la crisis financiera de hace ya doce años, volvemos a caer. Más que nuestro entorno comparable. Más que nadie entre las mayores economías del mundo. El último informe del FMI lo deja bien claro.

Y la razón, muy a mi pesar, es ese inventario de virus con los que convivimos. Porque en estos doce años no se ha hecho nada para minorar sus efectos, por no hablar de curarnos. Todas las soluciones, por no llamarlas ocurrencias, han consistido en lo mismo: carrera alocada por endeudarnos, sangrar a impuestos a familias y empresas, y gastar como si no hubiera un mañana. ¿Y para qué?

Como es tradición, el esfuerzo ha caído solo de un lado. La administración pública, y la industria política que la gestiona, perseveran en su imperturbable crecimiento, ajenas a cualquier vicisitud, alejadas de cualquier criterio de eficacia o de eficiencia. Lo popular es gastar dinero, aunque no lo tengamos. Lo popular es hacer promesas incumplibles bajo el conocimiento de que nadie recordará que las hiciste; o que tendrás la habilidad de endiñarle la responsabilidad a otro. Cuánta irresponsabilidad.

Y siguen vendiendo la idea de un estado omnipotente, omnisciente, benévolo y paternal que siempre estará en disposición de sacarnos las castañas del fuego. No se engañe. No existe eso que machaconamente denominan “dinero público”. El único dinero que hay es el dinero de los contribuyentes, que es extraído coactivamente del fruto del trabajo y conocimiento de aquéllos. No hay estado del bienestar sin prosperidad. Ésta es previa, y no consecuencia. Más bien existe bienestar del estado. Nada es infinito. Nada es gratis.

Cual anuncio navideño de turrón, reaparece eso de “cambiar el modelo productivo”. Abandone toda esperanza. Otra promesa hueca, cara, y que dejará un reguero de deuda.

El problema estructural no es la COVID. Los problemas son los mismos de los que venimos hablando décadas, que nos resistimos a cambiar porque resulta más fácil esconderlos bajo la cada vez más gruesa alfombra del déficit, la deuda y, muy recientemente, la propaganda.